En estos tiempos de cólera y “orden militar dictatorial” las naciones latinoamericanas sobrevivían a esta injerencia extranjera de un mundo bipolar. Pero como “a nadie le falta Dios”, surgían dentro de aquélla muerte voraz y guerra atroz, mujeres y hombres que veía a sus compatriotas no como simples factores de producción ni como camaradas conmilitones de una fuerza colectiva imparable. Hubo hombres que en el dolor y la pobreza de sus pueblos alzaron su voz para denunciar las guerras fratricidas que asolaban sus pueblos, convertidos en “escenarios” para enclaves político-económicos.
Así era El
Salvador en esa época. Una guerra civil que enfrentaba a bandos liderizados por
fuerzas militares y grupos insurrectos conectados con las potencias imperiales
citadas. Una suerte de “escenario” para probar las fuerzas militares y lograr
avanzar en la “órbita de poder”. Ya Cuba era un enclave soviético, así como
Chile era una dictadura promovida por la injerencia estadounidense.
La guerra
civil salvadoreña encontró a un Pastor que, ante el dolor y el sufrimiento de
su gente pobre, de sus desposeídos, de sus desheredados… hubo de transformarse
en voz de quienes no la tenían. Ese fue Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo
de San Salvador (El Salvador, 1917-1980).
Mons. Romero
creía en su función como obispo y primado de El Salvador y se sentía
responsable de la población, especialmente de los más pobres: por eso se hizo
cargo de la sangre, del dolor, de la violencia, denunciando las causas en su
carismática predicación dominical seguida a través de la radio por toda la
nación.
Se trató, en
efecto, de una “conversión pastoral”, con la asunción por parte de Mons. Romero
al arzobispado de San Salvador, requirió de una fortaleza indispensable
en la crisis que vivía el país. Se convirtió en ‘‘defensor civitatis”en
la tradición de los antiguos padres de la Iglesia, defendió al clero
perseguido, protegió a los pobres, defendió los derechos humanos.
El clima de
persecución era evidente y Mons. Romero pasó a ser claramente el defensor de
los pobres frente a la feroz represión. Después de dos años de arzobispado de
San Salvador, Mons. Romero contaba 30 sacerdotes perdidos, entre los
asesinados, los expulsados y los reclamados para escapar de la muerte.
Los
escuadrones de la muerte mataron a decenas de catequistas de las comunidades de
base, y muchos de los fieles de estas comunidades desaparecieron. La Iglesia
era la principal imputada por la dictadura y por lo tanto la más atacada. Mons.
Romero resistió y accedió a dar su vida para defender a su pueblo. Fue
asesinado en el altar. En él se quería atacar a la Iglesia que brotaba del
Concilio Vaticano II. Su muerte –como muestra el detallado examen documental-
fue causada por motivos no solo simplemente políticos, sino por “odium
fidei”.
San Juan
Pablo II -que sabía muy bien de los otros dos santos muertos en el altar, San
Estanislao de Cracovia y Thomas Becket de Canterbury– lo evidenciaba
eficazmente: “Lo mataron en el momento más sagrado, durante el acto más alto y
más divino… Fue asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su
misión santificadora ofreciendo la Eucaristía”. Y varias veces repitió con
fuerza: “Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia”.
No liberaba
la teología ni la ideología comunista de las facciones en pugna contra la
dictadura. Liberaba el amor en Cristo y la entrega por los pobres, lo que hizo
de Mons. Romero un mártir moderno, sin proponérselo. Solo en el amor encontraba
el sentido y solución a tanto dolor.
Hoy los
pastores de la Iglesia venezolana gritan a Cristo liberador contra la
injusticia de un régimen sordo y cínico ante el dolor de los más pobres.
Que la
beatificación de Mons. Romero decretada por el papa Francisco, sea motivo de
gozo y paz para Venezuela y Latinoamérica.
@rafaelmartinezn
@proyecto_pais
Fuente:
http://acciondemocratica.org.ve/adport/rafael-martinez-nestares-suenan-las-campanas-por-america/#sthash.7vVO1L7m.dpuf
A
finales de los ‘70 y principio de los ’80 fueron años de profundo dolor
y lucha en Latinoamérica. Por un lado el cono sur vivía terribles
dictaduras, junto al Caribe y la depauperada Centroamérica. Ello, de
alguna manera, respondía a la Guerra Fría y a la lucha
soviético-estadounidense, “imperios ideológicos” –como gusta expresarse a
los actores políticos del régimen venezolano actual. Esta pretensión
hegemónica, mantuvo al margen a Venezuela en esos años que, disfrutaba
de la “paz puntofijista”, una invención criolla de “pacto-consenso” a
fin de permitir la convivencia democrática, tras varios intentos
fallidos como los iniciados con la elección universal, directa y secreta
de 1947, de la que hemos hablado en otras entregas.
En estos tiempos de cólera y “orden militar dictatorial” las naciones
latinoamericanas sobrevivían a esta injerencia extranjera de un mundo
bipolar. Pero como “a nadie le falta Dios”, surgían dentro de aquélla
muerte voraz y guerra atroz, mujeres y hombres que veía a sus
compatriotas no como simples factores de producción ni como camaradas
conmilitones de una fuerza colectiva imparable. Hubo hombres que en el
dolor y la pobreza de sus pueblos alzaron su voz para denunciar las
guerras fratricidas que asolaban sus pueblos, convertidos en
“escenarios” para enclaves político-económicos.Así era El Salvador en esa época. Una guerra civil que enfrentaba a bandos liderizados por fuerzas militares y grupos insurrectos conectados con las potencias imperiales citadas. Una suerte de “escenario” para probar las fuerzas militares y lograr avanzar en la “órbita de poder”. Ya Cuba era un enclave soviético, así como Chile era una dictadura promovida por la injerencia estadounidense.
La guerra civil salvadoreña encontró a un Pastor que, ante el dolor y el sufrimiento de su gente pobre, de sus desposeídos, de sus desheredados… hubo de transformarse en voz de quienes no la tenían. Ese fue Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador, 1917-1980).
Mons. Romero creía en su función como obispo y primado de El Salvador y se sentía responsable de la población, especialmente de los más pobres: por eso se hizo cargo de la sangre, del dolor, de la violencia, denunciando las causas en su carismática predicación dominical seguida a través de la radio por toda la nación.
Se trató, en efecto, de una “conversión pastoral”, con la asunción por parte de Mons. Romero al arzobispado de San Salvador, requirió de una fortaleza indispensable en la crisis que vivía el país. Se convirtió en ‘‘defensor civitatis”en la tradición de los antiguos padres de la Iglesia, defendió al clero perseguido, protegió a los pobres, defendió los derechos humanos.
El clima de persecución era evidente y Mons. Romero pasó a ser claramente el defensor de los pobres frente a la feroz represión. Después de dos años de arzobispado de San Salvador, Mons. Romero contaba 30 sacerdotes perdidos, entre los asesinados, los expulsados y los reclamados para escapar de la muerte.
Los escuadrones de la muerte mataron a decenas de catequistas de las comunidades de base, y muchos de los fieles de estas comunidades desaparecieron. La Iglesia era la principal imputada por la dictadura y por lo tanto la más atacada. Mons. Romero resistió y accedió a dar su vida para defender a su pueblo. Fue asesinado en el altar. En él se quería atacar a la Iglesia que brotaba del Concilio Vaticano II. Su muerte –como muestra el detallado examen documental- fue causada por motivos no solo simplemente políticos, sino por “odium fidei”.
San Juan Pablo II -que sabía muy bien de los otros dos santos muertos en el altar, San Estanislao de Cracovia y Thomas Becket de Canterbury– lo evidenciaba eficazmente: “Lo mataron en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino… Fue asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía”. Y varias veces repitió con fuerza: “Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia”.
No liberaba la teología ni la ideología comunista de las facciones en pugna contra la dictadura. Liberaba el amor en Cristo y la entrega por los pobres, lo que hizo de Mons. Romero un mártir moderno, sin proponérselo. Solo en el amor encontraba el sentido y solución a tanto dolor.
Hoy los pastores de la Iglesia venezolana gritan a Cristo liberador contra la injusticia de un régimen sordo y cínico ante el dolor de los más pobres.
Que la beatificación de Mons. Romero decretada por el papa Francisco, sea motivo de gozo y paz para Venezuela y Latinoamérica.
@rafaelmartinezn
@proyecto_pais
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A
finales de los ‘70 y principio de los ’80 fueron años de profundo dolor
y lucha en Latinoamérica. Por un lado el cono sur vivía terribles
dictaduras, junto al Caribe y la depauperada Centroamérica. Ello, de
alguna manera, respondía a la Guerra Fría y a la lucha
soviético-estadounidense, “imperios ideológicos” –como gusta expresarse a
los actores políticos del régimen venezolano actual. Esta pretensión
hegemónica, mantuvo al margen a Venezuela en esos años que, disfrutaba
de la “paz puntofijista”, una invención criolla de “pacto-consenso” a
fin de permitir la convivencia democrática, tras varios intentos
fallidos como los iniciados con la elección universal, directa y secreta
de 1947, de la que hemos hablado en otras entregas.
En estos tiempos de cólera y “orden militar dictatorial” las naciones
latinoamericanas sobrevivían a esta injerencia extranjera de un mundo
bipolar. Pero como “a nadie le falta Dios”, surgían dentro de aquélla
muerte voraz y guerra atroz, mujeres y hombres que veía a sus
compatriotas no como simples factores de producción ni como camaradas
conmilitones de una fuerza colectiva imparable. Hubo hombres que en el
dolor y la pobreza de sus pueblos alzaron su voz para denunciar las
guerras fratricidas que asolaban sus pueblos, convertidos en
“escenarios” para enclaves político-económicos.Así era El Salvador en esa época. Una guerra civil que enfrentaba a bandos liderizados por fuerzas militares y grupos insurrectos conectados con las potencias imperiales citadas. Una suerte de “escenario” para probar las fuerzas militares y lograr avanzar en la “órbita de poder”. Ya Cuba era un enclave soviético, así como Chile era una dictadura promovida por la injerencia estadounidense.
La guerra civil salvadoreña encontró a un Pastor que, ante el dolor y el sufrimiento de su gente pobre, de sus desposeídos, de sus desheredados… hubo de transformarse en voz de quienes no la tenían. Ese fue Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador, 1917-1980).
Mons. Romero creía en su función como obispo y primado de El Salvador y se sentía responsable de la población, especialmente de los más pobres: por eso se hizo cargo de la sangre, del dolor, de la violencia, denunciando las causas en su carismática predicación dominical seguida a través de la radio por toda la nación.
Se trató, en efecto, de una “conversión pastoral”, con la asunción por parte de Mons. Romero al arzobispado de San Salvador, requirió de una fortaleza indispensable en la crisis que vivía el país. Se convirtió en ‘‘defensor civitatis”en la tradición de los antiguos padres de la Iglesia, defendió al clero perseguido, protegió a los pobres, defendió los derechos humanos.
El clima de persecución era evidente y Mons. Romero pasó a ser claramente el defensor de los pobres frente a la feroz represión. Después de dos años de arzobispado de San Salvador, Mons. Romero contaba 30 sacerdotes perdidos, entre los asesinados, los expulsados y los reclamados para escapar de la muerte.
Los escuadrones de la muerte mataron a decenas de catequistas de las comunidades de base, y muchos de los fieles de estas comunidades desaparecieron. La Iglesia era la principal imputada por la dictadura y por lo tanto la más atacada. Mons. Romero resistió y accedió a dar su vida para defender a su pueblo. Fue asesinado en el altar. En él se quería atacar a la Iglesia que brotaba del Concilio Vaticano II. Su muerte –como muestra el detallado examen documental- fue causada por motivos no solo simplemente políticos, sino por “odium fidei”.
San Juan Pablo II -que sabía muy bien de los otros dos santos muertos en el altar, San Estanislao de Cracovia y Thomas Becket de Canterbury– lo evidenciaba eficazmente: “Lo mataron en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino… Fue asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía”. Y varias veces repitió con fuerza: “Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia”.
No liberaba la teología ni la ideología comunista de las facciones en pugna contra la dictadura. Liberaba el amor en Cristo y la entrega por los pobres, lo que hizo de Mons. Romero un mártir moderno, sin proponérselo. Solo en el amor encontraba el sentido y solución a tanto dolor.
Hoy los pastores de la Iglesia venezolana gritan a Cristo liberador contra la injusticia de un régimen sordo y cínico ante el dolor de los más pobres.
Que la beatificación de Mons. Romero decretada por el papa Francisco, sea motivo de gozo y paz para Venezuela y Latinoamérica.
@rafaelmartinezn
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A
finales de los ‘70 y principio de los ’80 fueron años de profundo dolor
y lucha en Latinoamérica. Por un lado el cono sur vivía terribles
dictaduras, junto al Caribe y la depauperada Centroamérica. Ello, de
alguna manera, respondía a la Guerra Fría y a la lucha
soviético-estadounidense, “imperios ideológicos” –como gusta expresarse a
los actores políticos del régimen venezolano actual. Esta pretensión
hegemónica, mantuvo al margen a Venezuela en esos años que, disfrutaba
de la “paz puntofijista”, una invención criolla de “pacto-consenso” a
fin de permitir la convivencia democrática, tras varios intentos
fallidos como los iniciados con la elección universal, directa y secreta
de 1947, de la que hemos hablado en otras entregas.
En estos tiempos de cólera y “orden militar dictatorial” las naciones
latinoamericanas sobrevivían a esta injerencia extranjera de un mundo
bipolar. Pero como “a nadie le falta Dios”, surgían dentro de aquélla
muerte voraz y guerra atroz, mujeres y hombres que veía a sus
compatriotas no como simples factores de producción ni como camaradas
conmilitones de una fuerza colectiva imparable. Hubo hombres que en el
dolor y la pobreza de sus pueblos alzaron su voz para denunciar las
guerras fratricidas que asolaban sus pueblos, convertidos en
“escenarios” para enclaves político-económicos.Así era El Salvador en esa época. Una guerra civil que enfrentaba a bandos liderizados por fuerzas militares y grupos insurrectos conectados con las potencias imperiales citadas. Una suerte de “escenario” para probar las fuerzas militares y lograr avanzar en la “órbita de poder”. Ya Cuba era un enclave soviético, así como Chile era una dictadura promovida por la injerencia estadounidense.
La guerra civil salvadoreña encontró a un Pastor que, ante el dolor y el sufrimiento de su gente pobre, de sus desposeídos, de sus desheredados… hubo de transformarse en voz de quienes no la tenían. Ese fue Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador, 1917-1980).
Mons. Romero creía en su función como obispo y primado de El Salvador y se sentía responsable de la población, especialmente de los más pobres: por eso se hizo cargo de la sangre, del dolor, de la violencia, denunciando las causas en su carismática predicación dominical seguida a través de la radio por toda la nación.
Se trató, en efecto, de una “conversión pastoral”, con la asunción por parte de Mons. Romero al arzobispado de San Salvador, requirió de una fortaleza indispensable en la crisis que vivía el país. Se convirtió en ‘‘defensor civitatis”en la tradición de los antiguos padres de la Iglesia, defendió al clero perseguido, protegió a los pobres, defendió los derechos humanos.
El clima de persecución era evidente y Mons. Romero pasó a ser claramente el defensor de los pobres frente a la feroz represión. Después de dos años de arzobispado de San Salvador, Mons. Romero contaba 30 sacerdotes perdidos, entre los asesinados, los expulsados y los reclamados para escapar de la muerte.
Los escuadrones de la muerte mataron a decenas de catequistas de las comunidades de base, y muchos de los fieles de estas comunidades desaparecieron. La Iglesia era la principal imputada por la dictadura y por lo tanto la más atacada. Mons. Romero resistió y accedió a dar su vida para defender a su pueblo. Fue asesinado en el altar. En él se quería atacar a la Iglesia que brotaba del Concilio Vaticano II. Su muerte –como muestra el detallado examen documental- fue causada por motivos no solo simplemente políticos, sino por “odium fidei”.
San Juan Pablo II -que sabía muy bien de los otros dos santos muertos en el altar, San Estanislao de Cracovia y Thomas Becket de Canterbury– lo evidenciaba eficazmente: “Lo mataron en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino… Fue asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía”. Y varias veces repitió con fuerza: “Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia”.
No liberaba la teología ni la ideología comunista de las facciones en pugna contra la dictadura. Liberaba el amor en Cristo y la entrega por los pobres, lo que hizo de Mons. Romero un mártir moderno, sin proponérselo. Solo en el amor encontraba el sentido y solución a tanto dolor.
Hoy los pastores de la Iglesia venezolana gritan a Cristo liberador contra la injusticia de un régimen sordo y cínico ante el dolor de los más pobres.
Que la beatificación de Mons. Romero decretada por el papa Francisco, sea motivo de gozo y paz para Venezuela y Latinoamérica.
@rafaelmartinezn
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finales de los ‘70 y principio de los ’80 fueron años de profundo dolor
y lucha en Latinoamérica. Por un lado el cono sur vivía terribles
dictaduras, junto al Caribe y la depauperada Centroamérica. Ello, de
alguna manera, respondía a la Guerra Fría y a la lucha
soviético-estadounidense, “imperios ideológicos” –como gusta expresarse a
los actores políticos del régimen venezolano actual. Esta pretensión
hegemónica, mantuvo al margen a Venezuela en esos años que, disfrutaba
de la “paz puntofijista”, una invención criolla de “pacto-consenso” a
fin de permitir la convivencia democrática, tras varios intentos
fallidos como los iniciados con la elección universal, directa y secreta
de 1947, de la que hemos hablado en otras entregas.
En estos tiempos de cólera y “orden militar dictatorial” las naciones
latinoamericanas sobrevivían a esta injerencia extranjera de un mundo
bipolar. Pero como “a nadie le falta Dios”, surgían dentro de aquélla
muerte voraz y guerra atroz, mujeres y hombres que veía a sus
compatriotas no como simples factores de producción ni como camaradas
conmilitones de una fuerza colectiva imparable. Hubo hombres que en el
dolor y la pobreza de sus pueblos alzaron su voz para denunciar las
guerras fratricidas que asolaban sus pueblos, convertidos en
“escenarios” para enclaves político-económicos.Así era El Salvador en esa época. Una guerra civil que enfrentaba a bandos liderizados por fuerzas militares y grupos insurrectos conectados con las potencias imperiales citadas. Una suerte de “escenario” para probar las fuerzas militares y lograr avanzar en la “órbita de poder”. Ya Cuba era un enclave soviético, así como Chile era una dictadura promovida por la injerencia estadounidense.
La guerra civil salvadoreña encontró a un Pastor que, ante el dolor y el sufrimiento de su gente pobre, de sus desposeídos, de sus desheredados… hubo de transformarse en voz de quienes no la tenían. Ese fue Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador, 1917-1980).
Mons. Romero creía en su función como obispo y primado de El Salvador y se sentía responsable de la población, especialmente de los más pobres: por eso se hizo cargo de la sangre, del dolor, de la violencia, denunciando las causas en su carismática predicación dominical seguida a través de la radio por toda la nación.
Se trató, en efecto, de una “conversión pastoral”, con la asunción por parte de Mons. Romero al arzobispado de San Salvador, requirió de una fortaleza indispensable en la crisis que vivía el país. Se convirtió en ‘‘defensor civitatis”en la tradición de los antiguos padres de la Iglesia, defendió al clero perseguido, protegió a los pobres, defendió los derechos humanos.
El clima de persecución era evidente y Mons. Romero pasó a ser claramente el defensor de los pobres frente a la feroz represión. Después de dos años de arzobispado de San Salvador, Mons. Romero contaba 30 sacerdotes perdidos, entre los asesinados, los expulsados y los reclamados para escapar de la muerte.
Los escuadrones de la muerte mataron a decenas de catequistas de las comunidades de base, y muchos de los fieles de estas comunidades desaparecieron. La Iglesia era la principal imputada por la dictadura y por lo tanto la más atacada. Mons. Romero resistió y accedió a dar su vida para defender a su pueblo. Fue asesinado en el altar. En él se quería atacar a la Iglesia que brotaba del Concilio Vaticano II. Su muerte –como muestra el detallado examen documental- fue causada por motivos no solo simplemente políticos, sino por “odium fidei”.
San Juan Pablo II -que sabía muy bien de los otros dos santos muertos en el altar, San Estanislao de Cracovia y Thomas Becket de Canterbury– lo evidenciaba eficazmente: “Lo mataron en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino… Fue asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía”. Y varias veces repitió con fuerza: “Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia”.
No liberaba la teología ni la ideología comunista de las facciones en pugna contra la dictadura. Liberaba el amor en Cristo y la entrega por los pobres, lo que hizo de Mons. Romero un mártir moderno, sin proponérselo. Solo en el amor encontraba el sentido y solución a tanto dolor.
Hoy los pastores de la Iglesia venezolana gritan a Cristo liberador contra la injusticia de un régimen sordo y cínico ante el dolor de los más pobres.
Que la beatificación de Mons. Romero decretada por el papa Francisco, sea motivo de gozo y paz para Venezuela y Latinoamérica.
@rafaelmartinezn
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