Los ocho jefes de Gobierno europeo socialistas. |
Por qué la socialdemocracia pierde fuerza en Europa? ¿Son las ideas,
que se han quedado desfasadas? ¿Son sus líderes, que han dejado de
conectar con sus bases? ¿Es la globalización o, su copia local, la
integración europea, que hace inviable su proyecto de redistribuir
rentas y oportunidades? ¿O son la heterogeneidad y fragmentación de las
sociedades actuales las que hacen imposible un proyecto como el
socialdemócrata, esencialmente homogeneizador?
Pero un día, una parte de la izquierda hizo un sencillo cálculo
mental: si la democracia era el gobierno de la mayoría y los
trabajadores eran más que los burgueses, entonces las urnas, no la
revolución, eran el camino hacia el poder. De ahí que, en la afortunada
formulación del politólogo Adam Przeworski, que popularizó el concepto
de “piedras de papel”, los trabajadores dejaran de arrojar adoquines a
las autoridades y comenzaran a lanzar papeletas a las urnas. Así nació
la socialdemocracia, como un gran pacto entre capital y trabajo para
redistribuir la renta y las oportunidades en un marco político y
económico de carácter liberal. Los socialdemócratas ganaron las
elecciones, sí, pero a cambio tuvieron que aceptar la economía de
mercado y el sistema de derechos de propiedad inherente a la democracia
liberal, un pacto que todavía hoy divide a la izquierda.
La socialdemocracia debería evitar
sus dos errores más frecuentes:
asfixiar el crecimiento y redistribuir con torpeza
Pese al más de un siglo transcurrido desde su nacimiento como fuerza y
proyecto político, el núcleo duro de la identidad socialdemócrata no ha
variado mucho, como tampoco lo ha hecho su posición en el espacio
político. A su derecha siguen quedando los que creen que es el mercado, y
no el Estado, el que más eficientemente redistribuye las oportunidades.
Por tanto, no sólo no tienen un problema con la desigualdad, sino que
les parece un resultado racional económicamente y aceptable moralmente.
De ahí su visión del Estado de bienestar como un anacronismo histórico
que desmantelar en aras tanto de la competitividad como del rechazo a
vincular las prestaciones sociales a la ciudadanía en lugar de a la
productividad. La solución conservadora a la crisis no pretende sólo
restringir los derechos sociales y limitar el Estado de bienestar, sino
también limitar el componente mayoritario de la democracia, sustrayendo
de la competición política áreas cada vez más amplias (la política
monetaria o la fiscal, entre las más relevantes) para, a continuación,
depositarlas en manos de tecnocracias independientes y así reducir el
poder transformador de las piedras de papel.
Mientras, a la izquierda de la socialdemocracia se siguen situando
los que piensan que la libertad de mercado es incompatible con el
progreso social y ambicionan una igualdad de resultados, no sólo de
oportunidades. Aunque no lo expliciten claramente, siguen considerando
necesario desmantelar el orden político y económico liberal, que
conciben como dos caras de una misma moneda que se refuerzan mutuamente.
La crisis actual no sólo ha revigorizado a los conservadores, sino
también a las viejas izquierdas, que, aunque se presentan como nuevas
gracias al uso de novedosas herramientas de comunicación política, no
dejan de ofrecer el mismo programa de siempre: nacionalizaciones de
sectores productivos estratégicos, redistribución desligada de la
producción y aislamiento económico internacional, es decir, la misma
retahíla de recetas que, da igual las veces que se hayan puesto en
práctica y dónde, siempre han fracasado.
En medio de esas dos fuerzas sigue situándose la socialdemocracia.
Pese a los cambios transcurridos, el proyecto socialdemócrata sigue
reuniendo a los que aspiran a la igualdad sin renunciar a la libertad y a
los que, vista la experiencia del siglo XX y el desastre económico y
moral que ha sido el comunismo, han ido más allá y se han convencido de
que la economía de mercado es imprescindible para generar la riqueza y
oportunidades que quieren redistribuir.
Con todos estos ingredientes resulta difícil de entender por qué la
socialdemocracia experimenta tantas dificultades electorales. Unos dicen
que ha sido derrotada por los mercados, que articulándose globalmente
han logrado escapar de la jaula regulatoria y redistributiva que los
socialdemócratas construyeron en la segunda mitad del siglo pasado.
Otros apuntan, por el contrario, a que la socialdemocracia habría muerto
de éxito al lograr, mediante una combinación única de liberalismo
económico y políticas sociales, convertir a una parte sustancial de
aquellos trabajadores desposeídos que constituían su base electoral en
las nuevas clases medias propietarias (y, por tanto, conservadoras) que
vemos a nuestro alrededor.
Estas razones no son incompatibles entre sí. Y lo que es peor: se
retroalimentan. Como han analizado los sociólogos Wolfgang Streeck y
Fritz Scharpf, las opciones de la socialdemocracia se encojen debido a
una tenaza que se cierra desde varios frentes. Primero, porque el
envejecimiento de la población, la universalización de las prestaciones
sociales y su extensión a nuevas áreas, como la dependencia, exigen
impuestos más altos. A la par, la apertura económica hace que tanto las
clases medias-altas como las empresas puedan escapar de una fiscalidad
que ven excesiva y poco competitiva. De ahí que para seguir
redistribuyendo, los Gobiernos socialdemócratas hayan tenido que optar
por un endeudamiento insostenible que al final les ha dejado a merced de
unos mercados financieros y unas instituciones internacionales que no
controlan. En un marco como el europeo, donde se comparte una moneda
común y existen normas muy estrictas sobre fiscalidad y endeudamiento,
estas restricciones son aún mayores, y están ahí para quedarse. Muchos
socialdemócratas sospechan que se han situado en una tierra de nadie
donde sus posibilidades de ganar las elecciones sobre la base de sus
viejas promesas y gobernar de acuerdo con sus verdaderas preferencias
políticas se aproximan peligrosamente a cero. Y dudan sobre qué hacer:
por un lado saben que volver al viejo Estado de bienestar es imposible,
pues requeriría economías cerradas, es decir, deshacer la integración
europea y la globalización; por otro, saben que construir un Estado de
bienestar a escala europea y, paralelamente, domesticar la globalización
es una tarea que excede sus capacidades.
El otro gran problema de los socialdemócratas es que ya no son
suficientes. Sus “piedras de papel” ya no desbordan las urnas. Esto se
debe tanto a que las antiguas clases trabajadoras se han diluido en una
variedad de grupos con intereses no siempre coincidentes entre sí
(autónomos, parados, trabajadores del sector servicios, funcionarios de
bajos salarios, jóvenes precarios e inmigrantes) como a que las clases
medias, convertidas en propietarias, aprecian cada vez más la iniciativa
privada, incluso para la prestación de servicios como la sanidad o la
educación; recelan de la ineficacia de las burocracias estatales, y se
rebelan fiscalmente ante lo que consideran excesos redistributivos.
Además, como se ha visto a lo largo de esta crisis, las nuevas formas de
pobreza raramente desencadenan movilizaciones políticas y sociales,
pues afectan a sectores desmovilizados políticamente y con escasa
identidad de clase. Y cuando lo hacen, lo hacen a favor de la izquierda
tradicional, no de la socialdemocracia.
La socialdemocracia vive, pues, debajo de una manta electoral muy
estrecha: si se tapa los pies, le queda el pecho al descubierto, pues
las clases medias y los mercados la abandonan; si se tapa el pecho, deja
los pies al aire y pierde votos por la izquierda. Hay que admitir que
adaptar el credo socialdemócrata a una sociedad del conocimiento abierta
a la globalización no es sencillo. ¿Cómo pueden estirar esa manta?
Evitando los dos errores que más frecuentemente han cometido durante las
últimas décadas: asfixiar el crecimiento y redistribuir con torpeza.
Para reinventarse, los socialdemócratas tienen que entender que
enfrentan un reto doble y simultáneo: crecer más y mejor y redistribuir
más y mejor, es decir, ser más eficientes económicamente y, a la vez,
más equitativos socialmente. Pero ahí entran en territorio desconocido y
peligroso: por un lado, para poner los mercados al servicio de la
redistribución tienen que entender mucho mejor de lo que lo hacen cómo
liberar su potencial productivo; a la vez, para redistribuir ese
crecimiento de forma eficaz y equitativa tienen que implicarse a fondo
con la reforma del Estado, algo que se resisten a admitir. Probablemente
la principal lección de esta crisis es que querer redistribuir, la
llamada “pasión por la igualdad”, no es suficiente para llenar las urnas
de papeletas.
6 JUL 2014 Tomado de: -http://internacional.elpais.com/internacional/2014/07/04/actualidad/1404494866_240164.html
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