lunes, 29 de diciembre de 2014

Rómulo A. Betancourt: El centenario de la muerte del Libertador y el Panamericanismo de cuño yanqui" (1930)



Reproducimos a continuación un interesante fragmento del ensayo que en 1930, en la proximidad del primer centenario de la muerte del Libertador, publicara en Barranquilla, Colombia, nuestro compañero Rómulo Betancourt, secretario general del partido orvista. Ese estudio está inserto en las páginas del libro Homenaje al Libertador y álbum arquitectónico de Barranquilla, que circuló para aquella época en la precitada ciudad colombiana donde para entonces vivía su destierro nuestro secretario general.

La reproducción de estas páginas cobra actualidad no sólo por la vigencia del tema allí planteado, sino también por la circunstancia de que las derechas acusan sistemáticamente a nuestras organizaciones de ser negadoras e impugnadoras de la personalidad y de la obra del Libertador. Al compañero Betancourt, especialmente, se le ha enrostrado más de una vez, desde las páginas de La Esfera, un presunto antibolivarianismo. Esta reproducción que hacemos es un solemne mentís a esa especie insidiosa.

Los gobiernos del continente y sus heraldos de paga –historiógrafos, oradores, poetas– se aprestan para celebrar en diciembre, con granizadas retóricas y largas tiradas líricas, el primer centenario de la muerte de Simón Bolívar. Presurosamente se están fundiendo en los talleres de escultores germanos, escandinavos y hasta suecos, nuevas estatuas del héroe. Los viejecillos de las academias, al compás lento de sus dedos agarrotados por el artritismo, van tejiendo las páginas interminables de los panegíricos, que con voz carcamal leerán en Santa Marta y en las plazas “Bolívar” de todo el continente. La “bolivaritis” del momento, superficial, epidérmica, sin raíces de tradición, sin vistas a lo útil o lo noble, se resuelve en este pugilato continental para dar con la clave de novedosas celebraciones. Todo quidam que haya leído algunas paginillas de historia y que se sienta “patriota”, inventa y patenta y divulga su fórmula personal para que el 17 de diciembre se rememore “adecuadamente”. En Caracas, un periodista propone que a la misma hora en que expiró el Libertador agiten el badajo de una campana especial sus colegas de la prensa, presididos por Vallenilla, líder de los adulones del gomezalato; y que esa campana se clausure hasta el próximo centenario, para que entones la agiten de nuevo manos de gacetilleros, sucias de tinta y de claudicaciones, si es que para entonces no ha resuelto ser decente el periodismo continental. En Colombia alguien sugiere que durante todo el mes de diciembre se trajeen de rígido luto los habitantes de los departamentos; y como viudas inconsolables, rieguen de lágrimas la memoria del creador de estas patrias. Y dominando este coro de proyectos alevosos contra la memoria del Libertador, la emboscada lírica, terrible y cierta como un pistoletazo. Los líridas épicos y no épicos alistan sus instrumentos para tañer la música cobardona, elegíaca, de sus versos, tergiversando así, a ciencia, el sentido fáustico, dinámico, dionisiaco, de un hombre que fue antes que todo eso: hombre. Hombre en el sentido cabal, humano, sin amputaciones ni limaduras. El “hombre esencial”, de Emerson.

No podía faltar y no ha faltado en esta casta complicidad del continente para desnaturalizar el sentido de una fecha trascendental de su historia, la presencia de Judas. De sombrero de copa y con labios balbuciendo palabras enmieladas, ha hecho acto de presencia en el tinglado de la farsa. El Judas del centenario es yanqui. Se llama Leo S. Rowe, director de la Unión Panamericana, Washington, D.C. Esta institución, creada por aquel taimado de Blaine, quien arropó detrás del eufemismo de la “hermana mayor” la necesidad política de cambiar el big stick de Roosevelt por la diplomacia solapada de Taft, aquella más brutal y en proporción directa más promovedora de reacción, ésta más sutil y táctica, menos lastimadora e igualmente rapaz, se apresuró a decretar su programa de festejos. Ya el 4 de junio, primer centenario del asesinato de Sucre, congregó a los diplomáticos acreditados por nuestros caciquillos ante la Casa Blanca; y se bebió champaña y se pronunciaron discursos y se brindó por la cordialidad yanco-continental y se renovó el pacto tácito de servidumbre de la América Latina a la América sajona. El Consejo Directivo de la Unión Panamericana, cuerpo colegiado con justificadas aspiraciones al guiñol, con Stimson y Rowe de directores de escena, y los diplomáticos del continente –casacas, espadines, condecoraciones, vértebras flexibles, hermosas cabezas bien nutridas de la sabiduría de Pacheco, el lusitano– decorando el proscenio, designó ya oradores, colocaciones de ofrendas florales y ediciones fastuosas de álbumes conmemorativos para los días de diciembre.

Los oradores de la Unión Panamericana y los yanquizantes de última hora han puesto a circular en estos días, como moneda de buena ley, un audaz atentado contra la verdad de la historia. El acuerdo táctico de todos los intelectuales al servicio de los grupos gobernantes de estos países y de su tutor del Norte para falsear hechos que todos debieran conocer, si no fuéramos tan dados en la América Latina a la ignorancia suficiente, no alcanza, sin embargo, a miopizar a los que estamos con los ojos bien abiertos. Se trata de presentar a Estados Unidos como entidad propiciatoria de la libertad continental. Se habla con frecuencia intencionada del mensaje de James Monroe, de los desplantes de Henry Clay. En la Unión Panamericana se señala la realización contemporánea de los propósitos que reunieron el Congreso de Panamá. Descubren fervores yanquizantes en el Libertador, el mismo que escribía al coronel Patricio Campbell, desde Guayaquil, en carta del 5 de agosto de 1829: “Y los Estados Unidos, que parecen destinados por la providencia para plagar a la América de miserias en nombre de la libertad”.

¿Qué le debemos a la gente gobernante de América sajona en los comienzos de nuestra historia civil? De útil, sólo el contagio romántico de la revolución. Y ese contagio nos lo daban de segunda mano. En los mismos enciclopedistas franceses en que se nutrió la ideología de Hamilton se nutrieron las de nuestros Pedro Gual y Antonio Mariño. La copia que nuestros constituyentes hicieron del estatuto constitucional de Filadelfia sólo fue para estos países causa de hondos males como lo remarcaba el Libertador en su requisitoria de Cartagena, el año 12. Esos aportes de los estratos sociales dominantes de Estados Unidos a las inquietudes de las colonias españolas que hoy son nuestras patrias, no los concedían como fruto de un anhelo de colaboración. Era un soplo distinto de ellos mismos, ajeno a su psicología egoísta, calculadora, pragmática, viento frondista que sacudía los pulmones del mundo, con ímpetu propio, independiente de hombres y no dispensable por los hombres. Nos contagiaron su fervor revolucionario sin procurarlo y sin impedirlo, obedeciendo a la misma fatalidad biológica con que mutuamente se contagian los pueblos con los morbos de las pestes.

Encerrado en el egoísmo de sus trazos fronterizos, o, peor, desbordándose sobre México en empresas de rapiña para aumentar el contenido territorial de esos tratos, el gobierno de Estados Unidos le negó francamente todo apoyo a los pueblos insurgidos contra el despotismo español. En 1812, después de la derrota de los soldados venezolanos de la primera república, llegó a Nueva Granada uno de los líderes del movimiento de Caracas, patricio eminente, intelectual de avizor espíritu y bien equipado de cultura en cuestiones políticas y sociales: don Manuel Palacios y Fajardo. Llegó hasta Bogotá. Allí logró convencer a la Junta de Gobierno de la necesidad de buscar auxilios y el reconocimiento de la beligerancia por la cancillería de Washington. Provisto de credenciales, salió para el norte. Habló, pidió, suplicó. Mr. Monroe, héroe cruzado de la independencia continental (sic), recibió desdeñosamente al diplomático americano. Dando cuenta del resultado de su misión, escribe así Palacios Fajardo al Presidente del Estado de Cartagena, desde Londres, el 7 de febrero de 1815: “… se denegó –Monroe– a mis proposiciones bajo el pretexto de estar en paz con esta nación –España–; respuesta glacial que algún día podrá servir de regla para nuestras relaciones con aquella potencia”. La República de Colombia no fue reconocida por Estados Unidos sino en 1822, es decir, después de que en Boyacá en 1819 y en el segundo Carabobo en 1821, aseguraron definitivamente las armas libertadoras la independencia de Nueva Granada y de Venezuela. Ya el nuevo estado estaba provisto de un estatuto estable –el promulgado por los constituyentes de Angostura– y de un ejército disciplinado y numeroso, que le bastaba para hacer valer por sí mismo, reconocido o no por las potencias extranjeras, su autonomía civil y política. Sin embargo, nuestros diplomáticos

de entonces, olvidando las decorosas palabras conminatorias con que concluía su informe Palacios Fajardo, recibieron como un don grandioso, dispensado por espíritu de filantropía, el reconocimiento de la Casa Blanca. Según narra el propio John Quincy Adams en sus Memorias, el agente confidencial de Colombia, ante el gobierno de Estados Unidos, el meritorio anciano español don Manuel Torres, “derramó lágrimas de agradecimiento”, cuando Monroe, para esa fecha –junio de 1822– Presidente de Estados Unidos, lo recibió en audiencia oficial. Los servicios eminentes de Torres a la causa de la independencia, su empeño tenaz de muchos años por lograr de las potencias extranjeras el reconocimiento de los gobiernos insurgentes, no basta a relevarlo de la responsabilidad de haber sido el primer espécimen, con sus “lágrimas” inoportunas y con su “reconocimiento” por un acto que era de simple conveniencia para ambos estados, de esta casta de diplomáticos relamidos que hoy representan a los pueblos de América Latina ante Estados Unidos. Como Torres, nuestros diplomáticos contemporáneos, “lloran” –hoy sonrisas de esas que saben a lágrimas– o “agradecen” a desta […] lo que hace la Secretaría de Estado, ya sea el reintegro, por mediación de la Cruz Roja, de migajas de los dineros robados por sus capitanes de industria a los pueblos de más acá de la línea ecuatorial, cuando sufre uno de ellos una epidemia, un terremoto, o cualquier otra catástrofe; ya sea el asalto a mano armada, a pleno día, de marinos yanquis a las arcas del Banco Nacional del Puerto Príncipe, o la ocupación de Santo Domingo, o la intervención de Nicaragua o el bombardeo de Veracruz.

Reconocida Colombia por Estados Unidos, la actitud de éste fue desde un principio y para siempre sordamente hostil hacia el propósito en toda época alimentado por Bolívar: independizar a Cuba y Puerto Rico, clausurando definitivamente el ciclo de la dominación extranjera en América, Estados Unidos, el gobierno “generoso” de la declaración de Monroe, veía en la realización de ese propósito el entorpecimiento de su anhelo rapaz: sustituir en las Antillas la dominación española por su propia dominación.

Por eso, cuando se invitó al gobierno de Estados Unidos al Congreso de Panamá, falseando los encargados del ejecutivo colombiano el pensamiento de Bolívar, aquel gobierno proveyó a sus delegados Anderson y Sergeant de instrucciones terminantes para que se opusieran a la organización “de un consejo anfictiónico investido con poderes para decidir las controversias entre los estados americanos y para regular en cualquier forma su conducta”. Al mismo tiempo que se oponía a la creación de aquel alto tribunal de justicia internacional, que hubiera sido para el continente fianza de equidad para la solución de sus problemas de ese orden, el gobierno de Estados Unidos, del cual era entonces Secretario de Estado el mismo Henry Clay, a quien algún meteco de estas latitudes rotuló hace tiempo como “campeón de la libertad suramericana”, sustentaba con palabras exaltadas el “grandioso proyecto” de un canal interoceánico, “que al llegar a realizarse interesará en mayor o menor grado a todas las naciones del mundo, pero la mayor suma de beneficios de su ejecución redundará en provecho de este continente”.

Esa actitud hostil del sector oficial de Estados Unidos hacia todo propósito del continente nuestro para unir sus destinos y para presentar de sus fuerzas un solo bloque, persiste y persistirá a través de los tiempos. Del mismo modo como prácticamente sabotearon el Congreso de Panamá, sabotearán un siglo después la Unión Centroamericana, que funcionó de 1920 a 1921, al impedir, en “nombre de la paz de Centroamérica”, que los gobiernos de Costa Rica, El Salvador y Honduras coaccionaran a Orellana, usurpador por un golpe de cuartel de la gestión ejecutiva de Guatemala, y con su franco apoyo a los caciquillos de Nicaragua cuando éstos resolvieron no aceptar el fallo de la Corte de Justicia Centroamericana, que había vetado el tratado Bryan-Chamorro de 1914, por atentatorio contra la soberanía de esa porción del continente.

Esta es, en uno de sus aspectos y a vuelos esquemáticos, la historia de las relaciones de Estados Unidos con América Latina. Para la plutocracia capitalista que monopoliza la dirección de los negocios públicos en el imperio saxoamericano, la unificación de nuestros pueblos es el más cierto peligro para su política de rapiña. Temerosos de que podamos unirnos, libres de tutelajes, confrontando nuestras propias fuerzas, han creado la farsa panamericana.

Si todos estos datos aportados por nosotros no bastan a convencer a los panglosianos que andan corrompiendo la conciencia pública del continente con sus peroratas “panamericanistas” respecto a la pantomima de los Rowe y compañía, les aconsejamos que se estudien cómo fue derrotada por la delegación yanqui, presurosamente acuerpada por todas las demás delegaciones del continente, la moción presentada por el licenciado Alvarado Quirós, en el 5° Congreso Panamericana de Santiago, reunido el año 21. La delegación de Costa Rica sustentaba que el cargo de Presidente de la Unión Panamericana debía ser electivo y no de “derecho divino”, como es actualmente, ya que, de acuerdo con el sistema estatutario de la Unión, el Secretario de Estado yanqui ejerce automáticamente aquella función, como reflejo de su función oficial. Consideradas dentro de un pie de igualdad las naciones que forman esa Unión, y sólo en ese plano le es dable actuar a las que tengan conciencia de su soberanía, no hay razón bastante a justificar el hecho de que el cargo de presidente de ella no sea electivo. Sin embargo, no lo es ni lo será nunca. La “hermana mayor” ejercerá funciones de tutela ad perpetuam. Sólo que no le durará mucho esa función. Nuevos hombres y nuevos criterios orientarán pronto los destinos de estas patrias jóvenes. y entonces, leales a una misma palabra de orden, dejaremos vacío el salón de la Unión Panamericana; y mientras el señor Rowe y el señor Stimson, o los que para entonces les hayan substituido, se pregunten con candoroso estupor la causa de esa actitud, estaremos nosotros organizando nuestra verdadera unión continental, sin más fronteras de acción dentro de sus actividades que los límites de lo justo y de lo equitativo, sin decanos a quienes sonreír y sin oradores a sueldo con el encargo de falsear nuestra tradición y de emponzoñar de mentiras calculadas el alma de nuestros pueblos.

[…]

ROMULO A. BETANCOURT
[1] Debido al hecho de no contar la Editorial con el texto completo publicado en 1930, se incluye aquí este fragmento del texto original publicado en ORVE, Caracas, 17 de diciembre de 1936.

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