Reproducimos
a continuación un interesante fragmento del ensayo que en 1930, en la
proximidad del primer centenario de la muerte del Libertador, publicara en
Barranquilla, Colombia, nuestro compañero Rómulo Betancourt, secretario general
del partido orvista. Ese estudio está inserto en las páginas del libro Homenaje
al Libertador y álbum arquitectónico de Barranquilla, que circuló para aquella
época en la precitada ciudad colombiana donde para entonces vivía su destierro
nuestro secretario general.
La
reproducción de estas páginas cobra actualidad no sólo por la vigencia del tema
allí planteado, sino también por la circunstancia de que las derechas acusan
sistemáticamente a nuestras organizaciones de ser negadoras e impugnadoras de
la personalidad y de la obra del Libertador. Al compañero Betancourt,
especialmente, se le ha enrostrado más de una vez, desde las páginas de La Esfera,
un presunto antibolivarianismo. Esta reproducción que hacemos es un solemne
mentís a esa especie insidiosa.
No podía
faltar y no ha faltado en esta casta complicidad del continente para
desnaturalizar el sentido de una fecha trascendental de su historia, la
presencia de Judas. De sombrero de copa y con labios balbuciendo palabras
enmieladas, ha hecho acto de presencia en el tinglado de la farsa. El Judas del
centenario es yanqui. Se llama Leo S. Rowe, director de la Unión Panamericana,
Washington, D.C. Esta institución, creada por aquel taimado de Blaine, quien
arropó detrás del eufemismo de la “hermana mayor” la necesidad política de
cambiar el big stick de Roosevelt por la diplomacia solapada de Taft, aquella
más brutal y en proporción directa más promovedora de reacción, ésta más sutil
y táctica, menos lastimadora e igualmente rapaz, se apresuró a decretar su
programa de festejos. Ya el 4 de junio, primer centenario del asesinato de
Sucre, congregó a los diplomáticos acreditados por nuestros caciquillos ante la
Casa Blanca; y se bebió champaña y se pronunciaron discursos y se brindó por la
cordialidad yanco-continental y se renovó el pacto tácito de servidumbre de la
América Latina a la América sajona. El Consejo Directivo de la Unión
Panamericana, cuerpo colegiado con justificadas aspiraciones al guiñol, con
Stimson y Rowe de directores de escena, y los diplomáticos del continente
–casacas, espadines, condecoraciones, vértebras flexibles, hermosas cabezas
bien nutridas de la sabiduría de Pacheco, el lusitano– decorando el proscenio,
designó ya oradores, colocaciones de ofrendas florales y ediciones fastuosas de
álbumes conmemorativos para los días de diciembre.
Los
oradores de la Unión Panamericana y los yanquizantes de última hora han puesto
a circular en estos días, como moneda de buena ley, un audaz atentado contra la
verdad de la historia. El acuerdo táctico de todos los intelectuales al
servicio de los grupos gobernantes de estos países y de su tutor del Norte para
falsear hechos que todos debieran conocer, si no fuéramos tan dados en la
América Latina a la ignorancia suficiente, no alcanza, sin embargo, a miopizar
a los que estamos con los ojos bien abiertos. Se trata de presentar a Estados
Unidos como entidad propiciatoria de la libertad continental. Se habla con
frecuencia intencionada del mensaje de James Monroe, de los desplantes de Henry
Clay. En la Unión Panamericana se señala la realización contemporánea de los
propósitos que reunieron el Congreso de Panamá. Descubren fervores yanquizantes
en el Libertador, el mismo que escribía al coronel Patricio Campbell, desde
Guayaquil, en carta del 5 de agosto de 1829: “Y los Estados Unidos, que
parecen destinados por la providencia para plagar a la América de miserias en
nombre de la libertad”.
¿Qué le
debemos a la gente gobernante de América sajona en los comienzos de nuestra
historia civil? De útil, sólo el contagio romántico de la revolución. Y ese
contagio nos lo daban de segunda mano. En los mismos enciclopedistas franceses
en que se nutrió la ideología de Hamilton se nutrieron las de nuestros Pedro
Gual y Antonio Mariño. La copia que nuestros constituyentes hicieron del
estatuto constitucional de Filadelfia sólo fue para estos países causa de
hondos males como lo remarcaba el Libertador en su requisitoria de Cartagena,
el año 12. Esos aportes de los estratos sociales dominantes de Estados Unidos a
las inquietudes de las colonias españolas que hoy son nuestras patrias, no los
concedían como fruto de un anhelo de colaboración. Era un soplo distinto de
ellos mismos, ajeno a su psicología egoísta, calculadora, pragmática, viento
frondista que sacudía los pulmones del mundo, con ímpetu propio, independiente
de hombres y no dispensable por los hombres. Nos contagiaron su fervor
revolucionario sin procurarlo y sin impedirlo, obedeciendo a la misma fatalidad
biológica con que mutuamente se contagian los pueblos con los morbos de las
pestes.
Encerrado
en el egoísmo de sus trazos fronterizos, o, peor, desbordándose sobre México en
empresas de rapiña para aumentar el contenido territorial de esos tratos, el
gobierno de Estados Unidos le negó francamente todo apoyo a los pueblos
insurgidos contra el despotismo español. En 1812, después de la derrota de los
soldados venezolanos de la primera república, llegó a Nueva Granada uno de los
líderes del movimiento de Caracas, patricio eminente, intelectual de avizor
espíritu y bien equipado de cultura en cuestiones políticas y sociales: don
Manuel Palacios y Fajardo. Llegó hasta Bogotá. Allí logró convencer a la Junta
de Gobierno de la necesidad de buscar auxilios y el reconocimiento de la
beligerancia por la cancillería de Washington. Provisto de credenciales, salió
para el norte. Habló, pidió, suplicó. Mr. Monroe, héroe cruzado de la
independencia continental (sic), recibió desdeñosamente al diplomático
americano. Dando cuenta del resultado de su misión, escribe así Palacios
Fajardo al Presidente del Estado de Cartagena, desde Londres, el 7 de febrero
de 1815: “… se denegó –Monroe– a mis proposiciones bajo el pretexto de estar en
paz con esta nación –España–; respuesta glacial que algún día podrá servir de
regla para nuestras relaciones con aquella potencia”. La República de Colombia no
fue reconocida por Estados Unidos sino en 1822, es decir, después de que en
Boyacá en 1819 y en el segundo Carabobo en 1821, aseguraron definitivamente las
armas libertadoras la independencia de Nueva Granada y de Venezuela. Ya el
nuevo estado estaba provisto de un estatuto estable –el promulgado por los
constituyentes de Angostura– y de un ejército disciplinado y numeroso, que le
bastaba para hacer valer por sí mismo, reconocido o no por las potencias
extranjeras, su autonomía civil y política. Sin embargo, nuestros diplomáticos
de
entonces, olvidando las decorosas palabras conminatorias con que concluía su
informe Palacios Fajardo, recibieron como un don grandioso, dispensado por
espíritu de filantropía, el reconocimiento de la Casa Blanca. Según narra el
propio John Quincy Adams en sus Memorias, el agente confidencial de Colombia,
ante el gobierno de Estados Unidos, el meritorio anciano español don Manuel
Torres, “derramó lágrimas de agradecimiento”, cuando Monroe, para esa fecha
–junio de 1822– Presidente de Estados Unidos, lo recibió en audiencia oficial.
Los servicios eminentes de Torres a la causa de la independencia, su empeño
tenaz de muchos años por lograr de las potencias extranjeras el reconocimiento
de los gobiernos insurgentes, no basta a relevarlo de la responsabilidad de
haber sido el primer espécimen, con sus “lágrimas” inoportunas y con su
“reconocimiento” por un acto que era de simple conveniencia para ambos estados,
de esta casta de diplomáticos relamidos que hoy representan a los pueblos de
América Latina ante Estados Unidos. Como Torres, nuestros diplomáticos
contemporáneos, “lloran” –hoy sonrisas de esas que saben a lágrimas– o
“agradecen” a desta […] lo que hace la Secretaría de Estado, ya sea el
reintegro, por mediación de la Cruz Roja, de migajas de los dineros robados por
sus capitanes de industria a los pueblos de más acá de la línea ecuatorial,
cuando sufre uno de ellos una epidemia, un terremoto, o cualquier otra
catástrofe; ya sea el asalto a mano armada, a pleno día, de marinos yanquis a
las arcas del Banco Nacional del Puerto Príncipe, o la ocupación de Santo
Domingo, o la intervención de Nicaragua o el bombardeo de Veracruz.
Reconocida
Colombia por Estados Unidos, la actitud de éste fue desde un principio y para
siempre sordamente hostil hacia el propósito en toda época alimentado por
Bolívar: independizar a Cuba y Puerto Rico, clausurando definitivamente el
ciclo de la dominación extranjera en América, Estados Unidos, el gobierno
“generoso” de la declaración de Monroe, veía en la realización de ese propósito
el entorpecimiento de su anhelo rapaz: sustituir en las Antillas la dominación
española por su propia dominación.
Por eso,
cuando se invitó al gobierno de Estados Unidos al Congreso de Panamá, falseando
los encargados del ejecutivo colombiano el pensamiento de Bolívar, aquel
gobierno proveyó a sus delegados Anderson y Sergeant de instrucciones
terminantes para que se opusieran a la organización “de un consejo anfictiónico
investido con poderes para decidir las controversias entre los estados
americanos y para regular en cualquier forma su conducta”. Al mismo tiempo que
se oponía a la creación de aquel alto tribunal de justicia internacional, que
hubiera sido para el continente fianza de equidad para la solución de sus
problemas de ese orden, el gobierno de Estados Unidos, del cual era entonces
Secretario de Estado el mismo Henry Clay, a quien algún meteco de estas
latitudes rotuló hace tiempo como “campeón de la libertad suramericana”,
sustentaba con palabras exaltadas el “grandioso proyecto” de un canal
interoceánico, “que al llegar a realizarse interesará en mayor o menor grado a
todas las naciones del mundo, pero la mayor suma de beneficios de su ejecución
redundará en provecho de este continente”.
Esa
actitud hostil del sector oficial de Estados Unidos hacia todo propósito del
continente nuestro para unir sus destinos y para presentar de sus fuerzas un
solo bloque, persiste y persistirá a través de los tiempos. Del mismo modo como
prácticamente sabotearon el Congreso de Panamá, sabotearán un siglo después la
Unión Centroamericana, que funcionó de 1920 a 1921, al impedir, en “nombre de
la paz de Centroamérica”, que los gobiernos de Costa Rica, El Salvador y
Honduras coaccionaran a Orellana, usurpador por un golpe de cuartel de la
gestión ejecutiva de Guatemala, y con su franco apoyo a los caciquillos de
Nicaragua cuando éstos resolvieron no aceptar el fallo de la Corte de Justicia
Centroamericana, que había vetado el tratado Bryan-Chamorro de 1914, por
atentatorio contra la soberanía de esa porción del continente.
Esta es,
en uno de sus aspectos y a vuelos esquemáticos, la historia de las relaciones
de Estados Unidos con América Latina. Para la plutocracia capitalista que
monopoliza la dirección de los negocios públicos en el imperio saxoamericano,
la unificación de nuestros pueblos es el más cierto peligro para su política de
rapiña. Temerosos de que podamos unirnos, libres de tutelajes, confrontando
nuestras propias fuerzas, han creado la farsa panamericana.
Si todos
estos datos aportados por nosotros no bastan a convencer a los panglosianos que
andan corrompiendo la conciencia pública del continente con sus peroratas
“panamericanistas” respecto a la pantomima de los Rowe y compañía, les
aconsejamos que se estudien cómo fue derrotada por la delegación yanqui,
presurosamente acuerpada por todas las demás delegaciones del continente, la
moción presentada por el licenciado Alvarado Quirós, en el 5° Congreso
Panamericana de Santiago, reunido el año 21. La delegación de Costa Rica sustentaba
que el cargo de Presidente de la Unión Panamericana debía ser electivo y no de
“derecho divino”, como es actualmente, ya que, de acuerdo con el sistema
estatutario de la Unión, el Secretario de Estado yanqui ejerce automáticamente
aquella función, como reflejo de su función oficial. Consideradas dentro de un
pie de igualdad las naciones que forman esa Unión, y sólo en ese plano le es
dable actuar a las que tengan conciencia de su soberanía, no hay razón bastante
a justificar el hecho de que el cargo de presidente de ella no sea electivo.
Sin embargo, no lo es ni lo será nunca. La “hermana mayor” ejercerá funciones
de tutela ad perpetuam. Sólo que no le durará mucho esa función. Nuevos hombres
y nuevos criterios orientarán pronto los destinos de estas patrias jóvenes. y
entonces, leales a una misma palabra de orden, dejaremos vacío el salón de la
Unión Panamericana; y mientras el señor Rowe y el señor Stimson, o los que para
entonces les hayan substituido, se pregunten con candoroso estupor la causa de esa
actitud, estaremos nosotros organizando nuestra verdadera unión continental,
sin más fronteras de acción dentro de sus actividades que los límites de lo
justo y de lo equitativo, sin decanos a quienes sonreír y sin oradores a sueldo
con el encargo de falsear nuestra tradición y de emponzoñar de mentiras
calculadas el alma de nuestros pueblos.
[…]
ROMULO A.
BETANCOURT
[1]
Debido al hecho de no contar la Editorial con el texto completo publicado en
1930, se incluye aquí este fragmento del texto original publicado en ORVE,
Caracas, 17 de diciembre de 1936.
Publicado
por Dres. Juan O. Pons y N.
Florencia Pons Belmonte
Etiquetas:
Betancourt Romulo - Discursos y Documentos
No hay comentarios:
Publicar un comentario