jueves, 2 de octubre de 2014

Rómulo Betancourt: Bolívar auténtico y Bolívar falsificado

Texto de Rómulo Betancourt, transmitido por la estación radiodifusora del Sr. Pinto, en San José de Costa Rica, con motivo de la celebración del natalicio de Simón Bolívar, 24 de julio de 1931.
En esta misma ocasión, el hijo del “presidente” de Venezuela Juan Bautista Pérez, fue recibido en San José como huésped de honor, y éste hizo donación de una estatua de Bolívar

No somos de los que rinden culto fetichista a la efemérides, de los que sienten urgencias patrióticas sólo en los días de las fiestas patrias.
En nuestro concepto, el mismo que profesa toda una generación americana anhelosa de vivir su vida sencillamente, cualquier día de cualquier año es bueno para reafirmar en él la lealtad a la obra y al ideario de los grandes creadores de pueblos que ha producido nuestro Continente. Así, no es porque hoy sea 24 de julio fecha celebrada por toda Suramérica porque en un día tal como hoy de 1783 nació Simón Bolívar, por lo que voy a decir en esta noche algunas palabras sobre la personalidad de ese arquetipo de hombres, de ese inconmensurable forjador de humanidad. Simplemente, han confluido por obra del azar el natalicio de Bolívar con un vehemente deseo mío en hablar de él.
El fenómeno que se conoce en psicología experimental con el nombre de ‘desdoblamiento de la personalidad’, se observa también, y con mayor profundidad aún, en el campo de la biografía. Sólo que no es la acción misma del grande hombre la que se desdobla, por cuanto en ella todo es sencillez, naturalidad, retorno al hombre esencial, para expresamos con palabras de Emerson. Son las generaciones posteriores a su actuación las que, falseando esa unidad primitiva, van creando al lado de la personalidad auténtica otra que en nada se le parece, que a veces llega hasta a oponérsele. Este último caso es el de Bolívar. A cien años de distancia de su muerte, observamos cómo se han ido alejando cada vez más dos concepciones sobre el Libertador: una, la justa, la verídica, la de los que lo sentimos como fuerza viva y actual, como perenne voz de alerta y de combate; y la otra, la del Bolívar oficial, la que se invoca en las mascaradas panamericanas, la que cabalga en labios relamidos de diplomáticos, la que va y viene en discursos y en libros escritos por hombres con la conciencia a la altura de la bolsa y el cerebro sobre el meridiano del estómago. Hay, pues, señores radioescuchas, un Bolívar auténtico y un Bolívar falsificado. De ambos hablaré esta noche.
José Martí, Libertador de Cuba, es quien nos ha dado una visión más penetrante del auténtico Simón Bolívar. Martí, apóstol él mismo, abrasado él mismo por el ansia de totalidad americana, pudo acercarse como ningún otro a la vida y a la obra del Hombre de América. Y Martí nos ha legado esa  concepción beligerante de Bolívar, ‘sentado en la roca de crear’, calzadas las espuelas en actitud de ponerse otra vez en marcha para librar nuevas batallas, ‘porque lo que él no hizo, sin hacer está; porque el Libertador tiene que hacer mucho en América todavía’. Así, como hombre vivo y vivificador, como camarada de línea en la pelea de todos los días, más que como recuerdo de padre muerto hace cien años, sentimos nosotros, los nuevos de América, la presencia del Libertador. En la jornada diaria, frente a toda coyuntura en que se ponga a prueba nuestra voluntad de decoro y de justicia, su palabra está siempre pronta para marcarnos la ruta buena, la honesta, la que no deja desgarrones en la dignidad ni ensombrece el prestigio civil. Para no cejar en este batallar sin treguas contra los hombres y las castas ‘providenciales’, que han detentado el poder político en nuestros países, ahí está martillándonos los oídos su verdad del Congreso de Angostura: ‘Si un hombre fuere necesario para sostener al Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría’. Cuando condenamos el despotismo en cualquiera de sus formas, estamos repitiendo su propia condenación de la arbitrariedad gobernando: ‘No es el despotismo lo que puede hacer la felicidad de un pueblo’… ‘Un soldado feliz no tiene ningún derecho para mandar a su patria’.
Cuando denunciamos la traición del criollo yanquizado, que descubre fines civilizadores en la política norteamericana con nuestros pueblos, es porque estamos recordando que él dijo, en 1823, en carta escrita desde Guayaquil al Encargado de Negocios de Inglaterra ante el Gobierno de la Gran Colombia: ‘Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar a la América de miserias en nombre de la libertad’. Cuando soñamos y luchamos por una América coordenada en un mismo impulso ascendente de independencia exterior y de justicia social interna, es porque estamos cumpliendo su consigna de unidad latinoamericana, renovando la gran esperanza, momentáneamente frustrada, que fue el Congreso de Panamá. Cuando nos afirmamos ciudadanos de América, cuando en ningún pueblo de este ancho Continente nos sentimos extranjeros acogidos a la hospitalidad de alero ajeno, es porque de él y de nuestro pueblo venezolano recibimos el ejemplo de los que no se contentan con usufructuar, dentro del egoísmo de los trazos territoriales, la libertad conquistada; sino que se desbordan sobre toda región en lucha por obtenerla y se sacan también de la entraña propia la libertad ajena. Porque de todas las admoniciones para el futuro del Continente, encarnadas en el verbo y en la acción de Simón Bolívar, ninguna tan trascendental como esa de americanismo militante, cuando no se conforma con aniquilar en tierras de Venezuela la imposición colonial, sino que tramonta los Andes y llega, seguido de un pueblo en quijotesco afán migratorio, hasta el extremo Sur del Continente. Y por todas partes, desde Nueva Granada a la Argentina, desde Bogotá hasta Buenos Aires, las nuevas nacionalidades se levantaron sobre cimientos donde se mezcla la cal de los huesos venezolanos con la de los nativos de las diversas regiones. No importa que el quijotismo nos resultara costoso; que el millón de hombres sacrificados por mi país en las guerras de independencia de América sea la causa de la despoblación en que hemos vivido, factor de primer orden para el sostenimiento del despotismo; no importa que a cien años de esos hechos tiendan a olvidarse y que los nietos de aquellos libertadores, enfrentados hoy a la barbarie hecha gobierno en Venezuela, no contemos, como aliados exteriores para nuestras luchas, sino con la sentimental solidaridad de las minorías cultas, con la absoluta indiferencia de las masas y con la hostilidad repugnante de los gobiernos del Continente, aliados expresos o tácitos en la tarea que se ha impuesto su tutor del Norte de sostener a todo trance al régimen entreguista de los Gómez. Nada de esto importa, si es que ha servido nuestro quijotismo del siglo XIX para perenne verificación de esta verdad: sólo unidas lograron las colonias españolas independizarse políticamente de la metrópoli; y sólo unidas en un solo haz de naciones luego de destruir los menudos recelos de vecino a vecino que el enemigo extranjero azuza y ahonda, podrían estas nacionalidades librar las nueve batallas por la segunda independencia, para desalojar de sus posiciones a las fuerzas conquistadoras de afuera y a los gobiernos traidores de adentro.
Al lado de Bolívar auténtico, este del que he hablado, se ha ido creando otro. Lo han ido creando los malos hijos suyos que, como fruto de simiente maldita, viven y se reproducen de México a la Patagonia, repartiéndose la riqueza y la libertad de los pueblos en vergonzosos yantares de gitanos. Es el Bolívar de que hablan Hoover y Stimson cuando, en recepciones de la Casa Blanca, alguno de estos claudicantes diplomáticos de nuestras latitudes le renueva el pacto de vasallaje de América Latina a la América Sajona; es el Bolívar que, acuñado en monedas, le ha servido a los bárbaros que despotizan a mi país para comprarse el apoyo de los gobiernos más poderosos de la tierra; es el Bolívar que, fundido en medallas y condecoraciones, lo han colgado los déspotas de Venezuela sobre el pecho de los pillos de los cinco continentes; es el Bolívar que, vaciado en moldes de bronce, se compra a escultores de Europa con dineros robados al Erario Venezolano, para que le valgan en otros pueblos a ilustres desconocidos de mi país honores que deberían reservarse a quienes han descollado en alguna de las actividades nobles de la vida. Si queréis, costarricenses, observar de cerca una concreción del Bolívar falsificado, contemplad la estatua que se levanta en el Parque Morazán, de esta ciudad. Arropado con un trapo blanco -más sudario y más sugeridor de muerte que la misma sábana con que fueron envueltos sus despojos mortales en un mediodía de diciembre de 1830- el Bolívar de los diplomáticos y de los déspotas y de los que por migajas del festín forman claques, se alza ahí, todo lleno de vergüenzas, esperando con náuseas reprimidas, que acaso ni el bronce encarcelador lograrán detener, el momento en que profesionales del discurso y ujieres de cancillería lo entreguen a la ciudad de San José.
Mas, nuestro optimismo confía en que para entonces muchas voces de hombres libres de este país habrán ya reafirmado expresamente su lealtad a la memoria de Bolívar, de Martí y de nosotros, los que de una punta a otra de la América luchamos por la libertad y la justicia integrales; y relegado a manos de unos pocos mercachifles el Bolívar de los diplomáticos relamidos y de los pobres diablos que regalan estatuas con dineros secuestrados a los erarios públicos.

Fuente: Archivo de Rómulo Betancourt, tomo 3, 1931, Fundación Rómulo Betancourt, pp. 406-410

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