Texto de Rómulo Betancourt, transmitido
por la estación radiodifusora del Sr. Pinto, en San José de Costa Rica,
con motivo de la celebración del natalicio de Simón Bolívar, 24 de julio
de 1931.
En esta misma ocasión, el hijo del “presidente” de Venezuela Juan
Bautista Pérez, fue recibido en San José como huésped de honor, y éste
hizo donación de una estatua de Bolívar
No somos de los que rinden culto
fetichista a la efemérides, de los que sienten urgencias patrióticas
sólo en los días de las fiestas patrias.
En nuestro concepto, el mismo
que profesa toda una generación americana anhelosa de vivir su vida
sencillamente, cualquier día de cualquier año es bueno para reafirmar en
él la lealtad a la obra y al ideario de los grandes creadores de
pueblos que ha producido nuestro Continente. Así, no es porque hoy sea
24 de julio fecha celebrada por toda Suramérica porque en un día tal
como hoy de 1783 nació Simón Bolívar, por lo que voy a decir en esta
noche algunas palabras sobre la personalidad de ese arquetipo de
hombres, de ese inconmensurable forjador de humanidad. Simplemente, han
confluido por obra del azar el natalicio de Bolívar con un vehemente
deseo mío en hablar de él.
El fenómeno que se conoce en psicología
experimental con el nombre de ‘desdoblamiento de la personalidad’, se
observa también, y con mayor profundidad aún, en el campo de la
biografía. Sólo que no es la acción misma del grande hombre la que se
desdobla, por cuanto en ella todo es sencillez, naturalidad, retorno al
hombre esencial, para expresamos con palabras de Emerson. Son las
generaciones posteriores a su actuación las que, falseando esa unidad
primitiva, van creando al lado de la personalidad auténtica otra que en
nada se le parece, que a veces llega hasta a oponérsele. Este último
caso es el de Bolívar. A cien años de distancia de su muerte, observamos
cómo se han ido alejando cada vez más dos concepciones sobre el
Libertador: una, la justa, la verídica, la de los que lo sentimos como
fuerza viva y actual, como perenne voz de alerta y de combate; y la
otra, la del Bolívar oficial, la que se invoca en las mascaradas
panamericanas, la que cabalga en labios relamidos de diplomáticos, la
que va y viene en discursos y en libros escritos por hombres con la
conciencia a la altura de la bolsa y el cerebro sobre el meridiano del
estómago. Hay, pues, señores radioescuchas, un Bolívar auténtico y un Bolívar falsificado. De ambos hablaré esta noche.
José Martí, Libertador de Cuba, es quien
nos ha dado una visión más penetrante del auténtico Simón Bolívar.
Martí, apóstol él mismo, abrasado él mismo por el ansia de totalidad
americana, pudo acercarse como ningún otro a la vida y a la obra del
Hombre de América. Y Martí nos ha legado esa concepción beligerante de
Bolívar, ‘sentado en la roca de crear’, calzadas las espuelas en actitud
de ponerse otra vez en marcha para librar nuevas batallas, ‘porque lo
que él no hizo, sin hacer está; porque el Libertador tiene que hacer
mucho en América todavía’. Así, como hombre vivo y vivificador, como
camarada de línea en la pelea de todos los días, más que como recuerdo
de padre muerto hace cien años, sentimos nosotros, los nuevos de
América, la presencia del Libertador. En
la jornada diaria, frente a toda coyuntura en que se ponga a prueba
nuestra voluntad de decoro y de justicia, su palabra está siempre pronta
para marcarnos la ruta buena, la honesta, la que no deja desgarrones en
la dignidad ni ensombrece el prestigio civil. Para no
cejar en este batallar sin treguas contra los hombres y las castas
‘providenciales’, que han detentado el poder político en nuestros
países, ahí está martillándonos los oídos su verdad del Congreso de
Angostura: ‘Si un hombre fuere necesario para sostener al Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría’.
Cuando condenamos el despotismo en cualquiera de sus formas, estamos
repitiendo su propia condenación de la arbitrariedad gobernando: ‘No
es el despotismo lo que puede hacer la felicidad de un pueblo’… ‘Un
soldado feliz no tiene ningún derecho para mandar a su patria’.
Cuando denunciamos la traición del
criollo yanquizado, que descubre fines civilizadores en la política
norteamericana con nuestros pueblos, es porque estamos recordando que él
dijo, en 1823, en carta escrita desde Guayaquil al Encargado de
Negocios de Inglaterra ante el Gobierno de la Gran Colombia: ‘Estados
Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar a la América de
miserias en nombre de la libertad’. Cuando soñamos y luchamos por una
América coordenada en un mismo impulso ascendente de independencia
exterior y de justicia social interna, es porque estamos cumpliendo su
consigna de unidad latinoamericana, renovando la gran esperanza,
momentáneamente frustrada, que fue el Congreso de Panamá. Cuando nos
afirmamos ciudadanos de América, cuando en ningún pueblo de este ancho
Continente nos sentimos extranjeros acogidos a la hospitalidad de alero
ajeno, es porque de él y de nuestro pueblo venezolano recibimos el
ejemplo de los que no se contentan con usufructuar, dentro del egoísmo
de los trazos territoriales, la libertad conquistada; sino que se
desbordan sobre toda región en lucha por obtenerla y se sacan también de
la entraña propia la libertad ajena. Porque de todas las admoniciones
para el futuro del Continente, encarnadas en el verbo y en la acción de
Simón Bolívar, ninguna tan trascendental como esa de americanismo
militante, cuando no se conforma con aniquilar en tierras de Venezuela
la imposición colonial, sino que tramonta los Andes y llega, seguido de
un pueblo en quijotesco afán migratorio, hasta el extremo Sur del
Continente. Y por todas partes, desde Nueva Granada a la Argentina,
desde Bogotá hasta Buenos Aires, las nuevas nacionalidades se levantaron
sobre cimientos donde se mezcla la cal de los huesos venezolanos con la
de los nativos de las diversas regiones. No importa que el quijotismo
nos resultara costoso; que el millón de hombres sacrificados por mi país
en las guerras de independencia de América sea la causa de la
despoblación en que hemos vivido, factor de primer orden para el
sostenimiento del despotismo; no importa que a cien años de esos hechos
tiendan a olvidarse y que los nietos de aquellos libertadores,
enfrentados hoy a la barbarie hecha gobierno en Venezuela, no contemos,
como aliados exteriores para nuestras luchas, sino con la sentimental
solidaridad de las minorías cultas, con la absoluta indiferencia de las
masas y con la hostilidad repugnante de los gobiernos del Continente,
aliados expresos o tácitos en la tarea que se ha impuesto su tutor del
Norte de sostener a todo trance al régimen entreguista de los Gómez.
Nada de esto importa, si es que ha servido nuestro quijotismo del siglo
XIX para perenne verificación de esta verdad: sólo unidas lograron las
colonias españolas independizarse políticamente de la metrópoli; y sólo
unidas en un solo haz de naciones luego de destruir los menudos recelos
de vecino a vecino que el enemigo extranjero azuza y ahonda, podrían
estas nacionalidades librar las nueve batallas por la segunda
independencia, para desalojar de sus posiciones a las fuerzas
conquistadoras de afuera y a los gobiernos traidores de adentro.
Al lado de Bolívar auténtico, este del que he hablado, se ha ido creando otro.
Lo han ido creando los malos hijos suyos que, como fruto de simiente
maldita, viven y se reproducen de México a la Patagonia, repartiéndose
la riqueza y la libertad de los pueblos en vergonzosos yantares de
gitanos. Es el Bolívar de que hablan Hoover y Stimson cuando, en
recepciones de la Casa Blanca, alguno de estos claudicantes diplomáticos
de nuestras latitudes le renueva el pacto de vasallaje de América
Latina a la América Sajona; es el Bolívar que, acuñado en
monedas, le ha servido a los bárbaros que despotizan a mi país para
comprarse el apoyo de los gobiernos más poderosos de la tierra; es el
Bolívar que, fundido en medallas y condecoraciones, lo han colgado los
déspotas de Venezuela sobre el pecho de los pillos de los cinco
continentes; es el Bolívar que, vaciado en moldes de bronce, se compra a
escultores de Europa con dineros robados al Erario Venezolano, para que
le valgan en otros pueblos a ilustres desconocidos de mi país honores
que deberían reservarse a quienes han descollado en alguna de las
actividades nobles de la vida. Si queréis, costarricenses,
observar de cerca una concreción del Bolívar falsificado, contemplad la
estatua que se levanta en el Parque Morazán, de esta ciudad. Arropado
con un trapo blanco -más sudario y más sugeridor de muerte que la misma
sábana con que fueron envueltos sus despojos mortales en un mediodía de
diciembre de 1830- el Bolívar de los diplomáticos y de los déspotas y de
los que por migajas del festín forman claques, se alza ahí, todo lleno
de vergüenzas, esperando con náuseas reprimidas, que acaso ni el bronce
encarcelador lograrán detener, el momento en que profesionales del
discurso y ujieres de cancillería lo entreguen a la ciudad de San José.
Mas, nuestro optimismo confía en que para
entonces muchas voces de hombres libres de este país habrán ya
reafirmado expresamente su lealtad a la memoria de Bolívar, de Martí y
de nosotros, los que de una punta a otra de la América luchamos por la
libertad y la justicia integrales; y relegado a manos de unos pocos
mercachifles el Bolívar de los diplomáticos relamidos y de los pobres
diablos que regalan estatuas con dineros secuestrados a los erarios
públicos.
Fuente: Archivo de Rómulo Betancourt, tomo 3, 1931, Fundación Rómulo Betancourt, pp. 406-410
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