...El afán por democratizarlo todo pervierte la esencia de la
democracia, provoca una mutación semántica y la consecuente pérdida de
perspectiva respecto de lo que es y significa en las sociedades libres...
ARGUMENTA
Ignatieff que al tratar de convertir por inercia demandas en derechos
corremos el riesgo de debilitar los ya existentes y, sobre todo, los
fundamentales. La razón es sencilla: lo menos se equipara con lo más; lo
accesorio se iguala a lo prioritario. Algo similar, aunque en otro
plano, ocurre con la democracia. Recurrir al verbo democratizar para
referirse a todo buen propósito, por difuso y etéreo que sea, y al
adjetivo democrático como cualidad adhesiva a cualquier sustantivo que
se precie, oscurece el verdadero significado de la democracia y la vacía
de contenido.
El afán por democratizarlo todo pervierte la esencia de la democracia, provoca una mutación semántica y la consecuente pérdida de perspectiva respecto de lo que es y significa en las sociedades libres. La democracia se torna a la postre en un fin en sí mismo, intangible e inabarcable mientras corremos el riesgo de ningunear o erosionar los medios e instrumentos que permiten garantizar la verdadera naturaleza de las sociedades abiertas y plurales: la libertad de los individuos y la solidez de las instituciones sujetas a Derecho, sobre cuyas espaldas descansan las democracias. Muchas de estas instituciones son democráticas por el mero hecho de estar bajo el imperio de la ley, independientemente de criterios relativos a su composición o funcionamiento. ¿No sería una extravagancia democratizar el acceso a las Reales Academias o las oposiciones para la Administración?
En este sentido, en los últimos meses la prensa ha recogido afirmaciones de este tipo: «Hay que democratizar la energía»; «Hay que democratizar la educación»; «Hay que democratizar el conocimiento»; «Hay que democratizar el lenguaje»; «Hay que democratizar el periodismo»; «Hay que democratizar la justicia»; «Hay que democratizar el fútbol»; «Hay que democratizar las herramientas de trabajo» y, atentos; se han de «democratizar los sentimientos». A pesar de que todos estos buenos deseos hayan sido expresados por profesionales muy competentes, convendrán conmigo en que cuando no se incurre en el absurdo la fórmula se resiente por el abuso. Tanto se manosea la palabra democracia que su valor se ha depreciado. Lo cual nos sitúa ante una singular paradoja: la democracia se devalúa por deificación.
Por otra parte, aunque no esté muy claro el objetivo último de algunos de estos empeños democratizadores, dichas expresiones se vuelven irrebatibles, a pesar de su ambigüedad, simplemente porque se han construido bajo la rúbrica divinizada, lo que les otorga una aparente pero en el fondo débil consistencia. Como se trata de democratizar, no cabe discusión. De tal modo que el frenesí democratizador reduce el espacio para la confrontación de ideas y amplía el horizonte inquisitorio de la corrección política. Apelar a la necesidad de democratizar no sólo denota un gusto pertinaz por el adorno, constituye un recurso muy útil para la vacuidad e imposición ya que fagocita el discurso en sentido contrario. Es fácil defender un argumento utilizando el prestigioso comodín de la democracia, pero resulta complejo rebatirlo sin enfrentarse a un pelotón de biempensantes.
En suma, el aparentemente inofensivo manoseo de la palabra democracia contribuye a revisar las reglas del juego. El collage resultante acaba por distraernos y socavar los principios asociados a los regímenes pluralistas y competitivos. En la mayoría de los contextos citados ha de entenderse que democratizar es sinónimo de aproximar. Hasta aquí, nada que objetar, al margen de lo alambicado de algunas de las propuestas mencionadas.
Pero democratizar significa también ampliar el ámbito de decisión y, en consecuencia, hacer partícipes, en igualdad de condiciones, a todos los ciudadanos que se crean afectados por ella. No podemos pasar por alto que, en última instancia, democratizar implica diluir las jerarquías porque la bondad o idoneidad de una decisión no estaría basada en el juicio competente, riguroso o técnico, en el mérito o en la capacidad de quien lo emite, sino en la mera suma de voluntades.
Siguiendo este razonamiento, el fervor democratizador pone el acento en el lado más perverso de la igualdad, derivando en la tiranía provisional y circunstancial de la mayoría y eliminando la validez de la decisión basada en el conocimiento. En definitiva, democratizar es igualmente relativizar y, por descontado, ideologizar, ya que de alguna forma hay que instruir la voluntad de los que deciden desde la inopia. Por eso, sólo hay una manera de poner a salvo las democracias del funambulismo conceptual: asumir que tienen una dimensión horizontal que la legitima y una dimensión vertical que la protege.
*-Javier Redondo es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid
Fuente: Diario El Mundo. Madrid
El afán por democratizarlo todo pervierte la esencia de la democracia, provoca una mutación semántica y la consecuente pérdida de perspectiva respecto de lo que es y significa en las sociedades libres. La democracia se torna a la postre en un fin en sí mismo, intangible e inabarcable mientras corremos el riesgo de ningunear o erosionar los medios e instrumentos que permiten garantizar la verdadera naturaleza de las sociedades abiertas y plurales: la libertad de los individuos y la solidez de las instituciones sujetas a Derecho, sobre cuyas espaldas descansan las democracias. Muchas de estas instituciones son democráticas por el mero hecho de estar bajo el imperio de la ley, independientemente de criterios relativos a su composición o funcionamiento. ¿No sería una extravagancia democratizar el acceso a las Reales Academias o las oposiciones para la Administración?
En este sentido, en los últimos meses la prensa ha recogido afirmaciones de este tipo: «Hay que democratizar la energía»; «Hay que democratizar la educación»; «Hay que democratizar el conocimiento»; «Hay que democratizar el lenguaje»; «Hay que democratizar el periodismo»; «Hay que democratizar la justicia»; «Hay que democratizar el fútbol»; «Hay que democratizar las herramientas de trabajo» y, atentos; se han de «democratizar los sentimientos». A pesar de que todos estos buenos deseos hayan sido expresados por profesionales muy competentes, convendrán conmigo en que cuando no se incurre en el absurdo la fórmula se resiente por el abuso. Tanto se manosea la palabra democracia que su valor se ha depreciado. Lo cual nos sitúa ante una singular paradoja: la democracia se devalúa por deificación.
Por otra parte, aunque no esté muy claro el objetivo último de algunos de estos empeños democratizadores, dichas expresiones se vuelven irrebatibles, a pesar de su ambigüedad, simplemente porque se han construido bajo la rúbrica divinizada, lo que les otorga una aparente pero en el fondo débil consistencia. Como se trata de democratizar, no cabe discusión. De tal modo que el frenesí democratizador reduce el espacio para la confrontación de ideas y amplía el horizonte inquisitorio de la corrección política. Apelar a la necesidad de democratizar no sólo denota un gusto pertinaz por el adorno, constituye un recurso muy útil para la vacuidad e imposición ya que fagocita el discurso en sentido contrario. Es fácil defender un argumento utilizando el prestigioso comodín de la democracia, pero resulta complejo rebatirlo sin enfrentarse a un pelotón de biempensantes.
En suma, el aparentemente inofensivo manoseo de la palabra democracia contribuye a revisar las reglas del juego. El collage resultante acaba por distraernos y socavar los principios asociados a los regímenes pluralistas y competitivos. En la mayoría de los contextos citados ha de entenderse que democratizar es sinónimo de aproximar. Hasta aquí, nada que objetar, al margen de lo alambicado de algunas de las propuestas mencionadas.
Pero democratizar significa también ampliar el ámbito de decisión y, en consecuencia, hacer partícipes, en igualdad de condiciones, a todos los ciudadanos que se crean afectados por ella. No podemos pasar por alto que, en última instancia, democratizar implica diluir las jerarquías porque la bondad o idoneidad de una decisión no estaría basada en el juicio competente, riguroso o técnico, en el mérito o en la capacidad de quien lo emite, sino en la mera suma de voluntades.
Siguiendo este razonamiento, el fervor democratizador pone el acento en el lado más perverso de la igualdad, derivando en la tiranía provisional y circunstancial de la mayoría y eliminando la validez de la decisión basada en el conocimiento. En definitiva, democratizar es igualmente relativizar y, por descontado, ideologizar, ya que de alguna forma hay que instruir la voluntad de los que deciden desde la inopia. Por eso, sólo hay una manera de poner a salvo las democracias del funambulismo conceptual: asumir que tienen una dimensión horizontal que la legitima y una dimensión vertical que la protege.
*-Javier Redondo es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid
Fuente: Diario El Mundo. Madrid
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