“La patria no es artificial creación humana”
Rómulo A. Betancourt
[5 de Julio de 1962]
Un nuevo aniversario de la
patria nos congrega con la misma devoción de otrora en torno a nuestras
glorias. El pasado, como el pendón de Pizarro que se encuentra en
nuestro Ayuntamiento, puede ir perdiendo los hilos de la menuda trama.
Las obras de los hombres, unas u otras, van quedando, sin embargo, como
testimonio del común esfuerzo. Así, también, la patria. Quienes la
fueron forjando pueden ser olvidados. Ella, sin embargo, permanece
incólume.
La patria no es artificial creación humana, sino producto de la historia en la sucesiva labor de generaciones ligadas por un común destino. Demarcaciones administrativas del último cuarto del siglo XVIII fueron eliminadas y de la unión de las mismas surgió una entidad política más amplia: la Capitanía General de Venezuela. Tenía la nueva entidad provincial una viril tradición, cuyas más firmes expresiones estaban unidas a los recuerdos de las rebeliones de Andresote y de Juan Francisco de León. Después surgían las rebeliones de Chirino y Pirela, la conspiración de Gual y España, la de 1808 y las expediciones de Miranda, fi¬nalmente a partir del 19 de abril de 1810, las gentes de esta tierra configuraron los rasgos definitivos de la patria, herencia común, esfuerzo de todos.
La
conciencia nacional no les llegó a nuestros antepasados como regalo
divino. La conformaron lentamente en el estudio, en la meditación, en la
contrastación de las condiciones de la vida colonial. De ahí las agrias
polémicas que se sostuvieron en aquellos días aurorales con el
propósito de darle a la patria que nada una filosofía política. Frente a
los ideólogos, deslumbrados con las teorías políticas de los
enciclopedistas o de sus voceros en la Asamblea Nacional francesa, la
obra macerada, menos espectacular, de cuantos más realistas buscaban
para las nuevas instituciones, las instituciones democráticas, fórmulas
duraderas que asegurarán su permanencia.
Bolívar,
en Cartagena, señaló los defectos de esta etapa inicial y los problemas
que suscitaría a lo largo del tiempo. El fracaso institucional de 1812
abrió el abismo sangriento de la guerra magna. El país, convertido en
campamento. Multitudes trasladadas de una región a otra por las
exigencias de las operaciones militares. Los campos desolados. El
comercio paralizado. Al final de la guerra, Venezuela solamente poseía
la gloria de las campañas increíbles y los laureles conquistados por sus
hijos en Boyacá, Bomboná, Pichincha, Junín, Ayacucho, el Alto Perú.
Después
de la victoria, cuando llegó la hora del hacer, nos quedamos en las
polémicas infructuosas. El hombre venezolano quería entregarse a la
búsqueda de sí mismo. Los soldados intentaron colgar las viejas espadas
gloriosas. Buscaban todos afanosamente darle un sentido institucional a
la vida republicana que se iniciaba.
Se
engallaron, no obstante, las pasiones. Tras los ambiciosos surgieron
los gritos airados de las montoneras. Los ideólogos trasnochados, los
hombres de armas ambiciosos, pretendieron desconocer el imperio de la
ley, los resultados comiciales. Fue, entonces, la hora de Vargas. Vino,
luego, la de Monagas. Alrededor de esos polos ha girado fatídicamente
nuestra historia, envuelta en las tremendas dificultades de esa
desarticulación estructural que ha presidido el desarrollo de nuestra
economía desde los días coloniales.
Tal
dislocación fue el motor que condujo al dramático período de la guerra
federal y enviveció las llamaradas de las subsecuentes contiendas
civiles. Carecíamos de tradición cívica, carecíamos de tradición legal y
todo lo fiamos en aquella época a la fortuna de los caudillos y a las
ruinosas empresas de las contiendas intestinas.
Advino,
entonces, un lento proceso de sedimentación popular que va de 1908 a
1936. Nuestro pueblo fue analizando, a veces subconscientemente, su
propio discurrir. Tendencias políticas, filosóficas y económicas nuevas
penetraron todos los sectores sociales. Esto conllevó a una
reestructuración de las fuerzas sociales y a nuevos programas políticos
que contemplasen la realidad nacional. En primer lugar, surgió el hecho
incontrastable de que sin excluir a ningún venezolano, todos éramos
arquitectos en la tarea de construir la patria a la medida de nuestras
fuerzas dentro de un sistema de derecho. En segundo lugar, se llegó a la
conclusión de que solamente dentro de una organización democrática
podíamos afianzar las bases de nuestro desarrollo nacional. Empatábamos
así nuestro propósito con el ideal de los creadores de la nacionalidad.
Ya
la Primera República se había enfrentado con gentes que, como Coto
Paúl, no aceptaban limitaciones al desarrollo de las tareas que exigía
la hora. Si el anhelo popular no toleraba los pausados procesos que
preconizaban los sociólogos de laboratorio, tampoco podía ser aceptado
el apresuramiento como norma. El sistema democrático exige, como ningún
otro, la educación popular y ésta no se alcanza sino mediante la
metódica y penosa aplicación de programas cabalmente estructurados. La
democracia es en lo esencial un asunto pe¬dagógico: un lento proceso
educativo que permite a las mayorías intervenir directamente en la vida
colectiva. Es el proceso que facilita la transformación del hombre en un
miembro socialmente útil a la comunidad.
Para
lograr este anhelo y alcanzar esta meta, debemos darle al sistema
democrático aquellas condiciones que no pudieron arbitrar los Padres de
la Patria en la solemne hora de 1811: firmeza y seguridad
institucionales. La lucidez del Libertador condensó en una frase
lapidaria esta fórmula: "Sin estabilidad todo principio político se corrompe y termina por destruirse".
La
gente que vive frente al último minuto, olvidada totalmente de la
historia, no analiza la tremenda responsabilidad que se adquiere al
pretender saltar etapas. Para lograr la estabilidad apetecida por todos
los venezolanos debemos pensar en las condiciones básicas que aseguran
la permanencia democrática: solidaridad y justo equilibrio social.
Para
asegurar la estabilidad es requisito indispensable al sistema
democrático fortaleza y energía. Para algunos, democracia es agobierno,
régimen inerte e inerme, cruzado de brazos, esperando como hecho
inexorable que arrase con ella el hombre providencialo la montonera
ahora disfrazada de grupos totalitarios. En realidad, lo fundamental es
la firmeza institucional. La solidez del proceso democrático está en esa
armonía institucional que garantiza a los ciudadanos libertad política y
eficacia administrativa, fundamentos de la estabilidad, porque estas
condiciones contribuyen a robustecer la estructura toda del gobierno
popular. Ya el Libertador, en forma casi axiomática, formuló lo
esen¬cial de esta concepción: "el mayor vicio de un gobierno es la debilidad”.
Venezolanos:
Al repasar nuestra historia sentimos una íntima satisfacción muy personal.
En
medio de los innumerables inconvenientes por los que hemos atravesado,
los venezolanos podemos observar un cambio fundamental en nuestro
proceso histórico. Un cambio, quizás, decisivo. Frente a los fugaces
ensayos democráticos del pasado surge ante nosotros el hecho de que por
primera vez un hombre elevado por el voto popular al ejercicio de la más
alta magistratura de la República presida durante cuatro años sucesivos
la fecha inicial de nuestra declaración de independencia y soberanía.
Esto
ya es un índice de nuestro discurrir. Sin temores de ningún género,
todos podemos enfrentarnos a las dificultades e interrogantes que
ofrezcan nuestro porvenir. La firmeza institucional de la República
permite augurar mejores horas para todos los venezolanos. Advendrán en
la medida en que mantengamos una tónica de quehacer cotidiano, en la
actividad pública y en la privada; y una actitud de vigilia y alerta
para preservar y defender el estilo de vida libre y democrática que nos
hemos dado, en ejercicio de propio y soberano albedrío.
ROMULO A. BETANCOURT
Tomado de: -http://constitucionweb.blogspot.com/2010/07/disertacion-de-betancourt-en-el.html
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